viernes, 26 de diciembre de 2008

El abandono de las viejas colonias de trabajadores, y José el pastor de Anzánigo.


Mirando un trozo de aislador que encontré tirado en el suelo, en las antiguas oficinas de la Central de Anzánigo, y pensando en aquel abandono, siento pena. El recuerdo de todos aquellos edificios, antaño bulliciosos, llenos de actividad, me transporta a otros casos similares que he visitado. Todo ese patrimonio que en su momento fue un avance social para los trabajadores, y también beneficio para el empresario, está abandonado y en algunos - escasos - casos reciclado para segundas residencias. Aquellas viviendas, modernas para la época, ahora son campo de acción de vándalos y curiosos - como nosotros -.

Retrotraernos a aquellos años veinte y pensar en la curiosa ubicación de Anzánigo, su abandono, lejanía de núcleos habitados, unido por polvorientos caminos de herradura a la civilización. Pienso en su tranquilidad rota por un tren - escandaloso avance - que cruza humeante el valle junto al río y sorprende a propios y extraños con sus nuevos sonidos.

No cuesta mucho imaginarse las curiosas estampas que debieron darse a la llegada de las obras de la central hidroeléctrica y del ferrocarril del Canfranc, muy cercanas en el tiempo.

José, un habitante del Anzánigo de 1920, una historia viva.

José, el pastor de Anzánigo, grita y blasfema cabreado, corriendo tras su rebaño espantado por aquella máquina infernal. El tren camino de la frontera, y su maquinista con la cara tiznada - por el negro humo del carbón - y contento de tener ya cerca otra estación, otra parada, deseoso de llegar por fin a Canfranc, tira de la cuerda de ese pito que arroja chorros de vapor ruidosamente.

José, tiene 42 años, y no fue a Cuba por una enfermedad. Es fuerte, pero no quiso trabajar con aquellos extranjeros que todo rompen. Aquellos que montados en otra estrafalaria máquina habían venido a cambiarlo todo. Miraba extrañado como sus vecinos caminaban cada mañana hacia el monte para perforar, cual topo, las entrañas de aquellos montes - sus montes - donde su padre, su abuelo y quien sabe cuantas generaciones más habían llevado los rebaños. Se pegaba horas sentado en una piedra, junto a su cocho, mirando los dos el fondo del valle, y aquellos ruidos infernales, a cual más perplejo.

José que escucha con la boca abierta la ideas de aquellos personajes, al llegar a casa grita: ! Van a poner el río por un tubo ¡. Y su madre ya mayor preguntándole por aquel griterío y aquellas tonterías. Qué pasará el día que baje crecido en las primaveras, como aquella vez que se llevó la galera del tío Toné, que se quedó enganchada en medio del río. Y ande meterán toda esa agua, se preguntaba José, ante los gestos ignorantes de ella.

Cada día nuevos vecinos, algunos de lejanos lugares que no salían ni en los mapas de D. Facundo el profesor; murcianos, andaluces y de otros lugares, llegaban a oleadas y al poco tiempo se iban cabizbajos, rumbo a la estación, sucios, desmoralizados. El duro clima, las precarias condiciones y el trabajo agotador, pasaban una triste factura a aquellos hombres que buscaban un sustento en aquellos duros años 20.

Por las noches en una improvisada sala, algún despabilado habitante, les vendía a aquellos duros trabajadores unos litros de vino o de cazalla para hacer más ligero el paso de los días. El tocino, y algún trozo de pan, dieta muy frecuente, pasaban con un trago de vino. Más tarde rumbo a los barracones, con alguna ese de más, como cada noche.

José, que no conocía mujer, estaba perplejo viendo a María, la hija de la Petra, que vestida con sus mejores galas, se dirigía a casa de D. Fulgencio, el ingeniero, para quedarse allí de sirvienta. Algunas noches oía ruidos y algarabía, y por las ventanas de la casa de D. Fulgencio salían los sones de bailes y danzas, y dentro la veía a ella, a la María, bailar apretada con aquellos jóvenes extraños.

José, camino de la paridera con el cocho, cabizbajo, se lamentaba triste de todas aquellas novedades que nadie había pedido, y de todos esos cambios que no entendía y que no le entraban en la cabeza. Se acordaba sonriente de aquel músico que vino, cuando era niño, a las fiestas y le trajo caramelos. Y al dormirse, pensaba cada noche, que aquello había sido un mal sueño, una tormenta, que había venido a mitad de la noche para alterarle su sueño y su vida.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Foto, foto, hace falta la foto del aislador. Las antiguas colonias son las que estan a la izda. de la central, con la citada oficina la primera?

Anónimo dijo...

Con la foto que he puesto, no de allí, pero muy buena, ¿ para que quiere la del aislador ?.

Las oficinas, mirando desde la tuberías, aguas abajo, la izquierda efectivamente.